martes, 12 de abril de 2011

CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO: EL CONTROL PLENO DE LA ADMINISTRACION PUBLICA

EL CONTROL PLENO DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
EN EL NUEVO CODIGO PROCESAL CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO


Juan Carlos Castro Loría


A- Presentación:

En el prólogo a la obra de Arend LIJPHART, afirmaba Juan BOTELLA que “(…) no existe un modelo de democracia, un único tipo de organización institucional y política que encarne el ideal democrático: lo que hay (…) es que distintos pueblos, enfrentándose a problemáticas completamente heterogéneas, han llegado a soluciones políticas (entre las cuales están las “jurídicas”)  que tienen un innegable aire de familia. En otras palabras: si la noción de democracia sigue estando llena de complejidades y de paradojas, lo que es claro es que existen (…) democracias” (lo destacado es nuestro).

Se añade luego durante el desarrollo de la obra que un sistema democrático ideal, sería aquel en que las acciones estén en perfecto acuerdo con la voluntad de todos sus ciudadanos, lo cual ni ha existido, ni será alcanzado, por lo que el tema debe determinarse más bien sobre la base de la existencia del mayor o menor grado de mecanismos de control, sea por el grado de participación del individuo o del conjunto de ellos vinculados entre sí y en la “efectiva” revisión de la actividad administrativa.

Bajo este esquema, es claro entonces que existen sistemas más o menos democráticos que otros, constituyendo precisamente el control pleno de la Administración Pública, uno de los ingredientes que sirven de referente para tal determinación. De ahí que bien podamos afirmar que con la aprobación del nuevo CPCA, nuestro sistema ha añadido un nuevo eslabón al ya existente, que indudablemente contribuirá en la construcción de ese ideal democrático.

En efecto, estas ideas, ya receptadas y adaptadas en España con la aprobación de su Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa de 1998, irradiaron el nuevo CPCA, articulándose un modelo que viene a potenciar el principio democrático en lo que corresponde a los instrumentos de control y encausándolo a favor de uno de los ejes sobre los que gravita la Ley: el administrado. Es decir, se crea un vínculo efectivo entre el ciudadano y el burócrata, cuya protección  es asignada al Juez de lo Contencioso.

Para tales efectos, el sistema parte de un nuevo redimensionamiento del artículo 49 de la Constitución Política, que había sido objeto de un tratamiento diverso en el ancient régimen, destacándose el control sobre la función, no sobre el acto, aunque sí comprendido en aquella, alcanzándose una ampliación conceptual que determina y amplía el objeto del nuevo proceso contencioso, cuyo norte lo constituye el derecho a una tutela judicial efectiva y el sustrato ideológico que lo anima se afinca en el referido principio democrático.

Ponemos el acento en la palabra “redimensionamiento”, pues además de que el artículo 49 constitucional continúa siendo el mismo que sirvió de fundamento a la ley de 1966 y al actual CPCA, la “jurisprudencia” de entonces entendió que la LRJCA, de corte preeminente objetivo (o contencioso sobre el acto), impedía las sentencias de condena cuando de inactividad administrativa se tratare; cuando lo correcto era que el acto era tan sólo un requisito de admisibilidad del proceso contencioso, posibilitándose incluso recurrir al juicio de plena jurisdicción, en donde además de la pretensión anulatoria y la reparatoria de daños y perjuicios, nada impedía pedir y dictar sentencias de condena que impusieran a la Administración un deber de dar o hacer. En lo pertinente, señala dicho cuerpo legal: “Artículo 62.- Si la sentencia acogiere la acción: a) Declarará no ser conforme a Derecho y, en su caso, anulará total o parcialmente el acto o la disposición impugnados; b) Si se hubieren deducido las pretensiones a que se refiere el artículo 23, reconocerá la situación jurídica individualizada y adoptará cuantas medidas sean necesarias para su pleno restablecimiento y reconocimiento…”.

Lo que destacamos es que el carácter revisor (o preeminentemente objetivo del sistema) exigía el acto previo, pero no transformaba de forma automática  a la jurisdicción contencioso-administrativa en una jurisdicción objetiva, o lo que es mismo, limitada tan sólo a controlar la conformidad del acto con el ordenamiento jurídico. En ese sentido, el efecto devastador que la jurisprudencia asignó erróneamente al principio revisor, descabezó por completo la posibilidad de  sentencias de condena mediante las cuales se permitiera examinar la inactividad de la Administración por ausencia de acto previo. Por su parte, la novedad que supone el nuevo CPCA, es que la condena en cuanto a la inactividad se refiere, no se vincula a una previa declaración de nulidad o anulabilidad del acto, y que el mandato de dar o hacer tendrá como objeto una actuación material, no la emanación de una acto formalizado por parte del órgano jurisdiccional.

De ésta forma el sistema viene a tender un puente, o mejor aún una reconciliación con respecto a una figura que ya se había dejado huérfana en la doctrina administrativista y que era fundamental reivindicarla como parte de la relación jurídico administrativa: el administrado.  Situación que ya había advertido, con su acostumbrada agudeza, el Prof. GONZALEZ PEREZ desde el año 1966, al afirmar: “La administración y sus prerrogativas ha absorbido lo mejor de nuestra producción. Es cierto que el administrado aparece en algún capítulo como recurrente, como usuario de los servicios, como expropiado, como contribuyente…; pero no en el puesto central que le corresponde”.

Como dijimos, el tema ya ha sido tratado ampliamente por la doctrina española, a la cual refiero al lector. Entre ellos, cabe destacar al Profesor GARCIA DE ENTERRIA, quien afirmara: “Que la compleja Administración actual tenga autoridad ante los ciudadanos, a quienes debe servir, está, pues, ligada a su capacidad de explicar en términos de razonabilidad todos sus actos, incluidos sus actos discrecionales, y quizás especialmente, para no presentarlos como fruto de la simple y desnuda voluntad. El juez contencioso-administrativo es un instrumento especialmente adecuado para esta exigencia, que es un valor básico y central, como vemos, de la sociedad democrática”.

En efecto, a este nuevo engranaje del sistema democrático se incorpora la figura del Juez Contencioso, garante ahora también del Estado de Derecho (sumisión del funcionario al ordenamiento jurídico), a la Ley en estricto sentido, herramienta única y legítima para incursionar en la esfera de sus derechos y situaciones jurídicas subjetivas. Situaciones que la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso Administrativa vigente dejó desprotegidas, al haberse diseñado –por razones históricas- sobre la base de un contencioso sobre el acto (contencioso objetivo, dada la orientación de nuestra jurisprudencia) y no sobre la conducta de la Administración, como al que ahora responde el CPCA (contencioso preeminentemente subjetivo) y en donde el administrado adquiere un protagonismo que lo convierte en uno de los ejes centrales frente el cual gira el arsenal de apoderamientos reconocidos al Juez.

En otros términos, el sistema recién desaparecido (y que en su oportunidad sirviera de base indiscutible para el desarrollo de nuestro actual derecho administrativo), presentó –parafraseando a GARCIA DE ENTERRIA- un Estado de Derecho con Derecho Administrativo, pero sin garantías reales o efectivas para tutela de los derechos fundamentales o situaciones jurídicas vulneradas. El nuevo CPCA se ocupa de lo contrario, diseñando una pluralidad de herramientas en el tanto exista una “conducta administrativa sujeta al Derecho Administrativo”, de ahí que se aluda a un control pleno de la actividad administrativa o sometimiento pleno a la Ley. El artículo 1 de la Ley fija esa pretensión de universalidad, al disponer que “(l)a Jurisdicción Contencioso-Administrativa, establecida en el artículo 49 de la Constitución Política, tiene por objeto tutelar las situaciones jurídicas de toda persona, garantizar o restablecer la legalidad de cualquier “conducta” de la Administración Pública sujeta al Derecho administrativo, así como conocer y resolver los diversos aspectos de la relación jurídico-administrativa. (…) (l)os motivos de ilegalidad comprenden cualquier infracción, por acción u omisión, al ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder”.

De ésta forma el nuevo CPCA se erige en una herramienta indiscutible en los apoderamientos del Juez Contencioso para el perfeccionamiento de nuestro sistema democrático (propósito que no podemos dejar de reconocer), pero bajo una premisa indisponible para los protagonistas del proceso (el Juez y las Partes): la sumisión de la Administración Pública a la plenitud del ordenamiento jurídico (o lo que lo mismo, sumisión estricta al bloque de legalidad). Como afirmara el propio autor citado con anterioridad, “(s)ería incomprensible interpretar que la Ley y el Derecho, que someten plenamente a la Administración, tuviera para ésta, no obstante, un mero valor indicativo, el de una recomendación o admonición moral que sus órganos democráticos pudiesen luego seguir o no, o seguir en una medida mayor o menor, según su buen e ilustre arbitrio”.

De esta forma se ha querido obstaculizar el fenómeno denominado como el “gobierno de los jueces”, impidiendo así potenciar su omnipotencia [que con la de la Administración ya era suficiente], debiendo sus resoluciones limitarse a garantizar los mandatos de la ley. Valga en éste momento echar mano a la clasificación planteada por DWORKING entre “discreción débil” y “discreción fuerte” en punto al ejercicio de la función judicial y la preeminencia del segundo por suponer una autonomía de decisión restringida y siempre radicícola al deber de fallar en forma justificada y en derecho, cuando no se prevea una solución unívoca o se posibiliten diversas soluciones reales de actuación mutuamente excluyentes (deber de motivación o justificación de la sentencia). De ahí la inconveniencia también, que hemos referido en otra oportunidad, de que el juez eche mano de forma abusiva a los “principios” como método para la resolución de disputas judiciales, dado que ello supondría el reconocimiento de una discreción absoluta en la elección de los cursos de acción, pese a la deficiencia democrática del órgano jurisdiccional, lo que a su vez impactaría negativamente sobre el principio de seguridad jurídica.

La implementación de dicho sistema de “discreción fuerte” lo podemos advertir en al menos un inciso del artículo 122 del CPCA, cuando al regular los aspectos sobre los que debe hacer expreso pronunciamiento el juez en caso de declarar (total o parcialmente) procedente la pretensión, puntualiza que debe fijar “… los límites y las reglas impuestos por el ordenamiento jurídico y los hechos, para el ejercicio de la potestad administrativa, sin perjuicio del margen de discrecionalidad que conserve la Administración Pública” (inciso f). En este supuesto el grado de discreción del juez se ve circunscrito tanto al marco normativo dictado por los órganos democrática y constitucionalmente competentes, como por los hechos, que la autoridad judicial no construye ni inventa para el caso concreto; así como la imposibilidad de sustituir el margen de discrecionalidad reconocido a la administración activa por el ordenamiento jurídico. El artículo 15.2 de la Ley General de la Administración Pública, lo expresa correctamente: “El Juez ejercerá contralor de legalidad sobre los aspectos reglados del acto discrecional y sobre la observancia de sus límites”; y aún sobre los discrecionales si su ejercicio fue “deficiente o irrazonable” (15.1. “La discrecionalidad podrá darse incluso por ausencia de ley en el caso concreto, pero estará sometida en todo caso a los límites que le impone el ordenamiento expresa o implícitamente, para lograr que su ejercicio sea eficiente y razonable”), supuesto que aunque semánticamente difícil de determinar, continúan bajo el cobijo de la discreción fuerte mediante un adecuado esfuerzo intelectual y la incorporación de reglas apropiadas para su determinación (pues aún en estos supuestos sería inconcebible reconocer al juez la regla del  todo vale”).

Cabe destacar en ese mismo sentido la reforma que entonces se opero al artículo 29 de la LRJCA Española, cuando al regular el control sobre la inactividad administrativa, el propio legislador fue prudente en punto a los apoderamientos del Juez, evitando, se decía, trasladar al poder judicial un poder de conformación del actuar administrativo que se juzgo excesivo. Posición que pese a encontrar sus propios detractores en aquel sistema, ha sido confirmada por la doctrina posterior en el tema. Al respecto comenta TORNOS MAS, “En definitiva, lo que queremos destacar es que La naturaleza de la nueva acción lleva en sí misma su limitación. Dado que a través de la acción por inactividad se ejerce una pretensión de condena, mediante la cual el órgano jurisdiccional impone el cumplimiento de una obligación, esta obligación debe estar predeterminada, y no debe ser fijada en su exacto contenido por la resolución judicial. Al órgano judicial corresponde reconocer la existencia de la obligación e imponer su cumplimiento, pero no delimitar el alcance de la obligación”.

Así concebida, la nueva Ley potencia tres valores superiores del sistema democrático: la legalidad, la libertad y la seguridad jurídica. Mediante el primero se garantiza un control pleno del comportamiento administrativo (sean éste activo u omisivo), concediéndosele plenas facultades de restablecimiento de la situación jurídica o derecho subjetivo vulnerado. Mediante el segundo el juez adquiere una posición de garante de las libertades, derechos o situaciones jurídicas, bajo la óptica estricta de los mandatos de la ley. Y finalmente, la seguridad jurídica garantiza la existencia de remedios jurisdiccionales suficientes para hacer cumplir el mandato constitucional de justicia pronta y cumplida, más modernamente sustituido por el de tutela judicial efectiva, del cual deriva el de restablecimiento pleno de la situación jurídica individualizada.


II. Objeto de la reforma: la concreción de una “nueva” justicia administrativa

El nuevo CPCA se orienta a atacar tres factores que tanto el legislador como sus proponentes, de forma decisiva, se avocaron a dar solución: a) la dilación excesiva del proceso contencioso; b) Un incremento en los apoderamientos del juez, tradicionalmente temeroso en el ejercicio de los poderes que le habían sido confiados y que ahora se prevén de forma casi reglamentista, con el objeto de anticipar y evitar posibles desvíos, para cuyos efectos se evade  la utilización de fórmulas genéricas o vagas; y c) un Código de garantía y equilibrio, que le permita al operador jurídico una justa ponderación entre los intereses públicos y privados comprometidos en el proceso. En cada uno de dichos vértices subyace un principio que operó como referente continuo y que ha logrado permear la totalidad del proyecto: el derecho a una tutela judicial efectiva.  Bajo este predicado se entrelazan dos subprincipios que aunque en apariencia pudieran resultar contrapuestos, se integran bajo una misma constelación: la eficacia del Estado Social de Derecho y la protección “cierta y efectiva” de los derechos involucrados. Pero no queda ahí, pues el principio irradia el régimen de la tutela cautelar, la ejecución de sentencia, los procesos en masa con grupos en situación uniforme, entre otros muchos aspectos que escapan a éstas breves reflexiones.

En lógica consecuencia con lo expuesto, se abandona de plano la idea, como medio único de control, del tradicional “juez anulatorio” (contencioso sobre el acto), para transformarlo en un juez de control de la “función o conducta administrativa”, introduciéndose así un principio que es cardinal en el nuevo Código: el control universal de la Administración Pública. Baste que exista una obligación de dar o de  hacer  (incluidas las prestacionales), para que el Juez encuentre un terreno fértil en el ejercicio de esos nuevos apoderamientos, siendo el acto administrativo un tema tan sólo residual dentro de la nueva y amplia esfera competencial que es diseñada. Como se afirmara durante la discusión del proyecto: “No se justifica ninguna función administrativa y subrayo en el concepto de función administrativa, no limitativo a los actos (…)  Función administrativa, que nunca puede estar inmune al control, porque toda función administrativa por el hecho de serla debe estar bajo el bloque de legalidad y por tanto, sujeta a la fiscalización del Poder Judicial.”.

El artículo 36 del CPCA, expresamente dispone que la pretensión administrativa será admisible respecto de (..) “e)     Las conductas omisivas de la Administración Pública”; así como contra “f) Cualquier otra conducta sujeta al Derecho administrativo”. Por su parte, el artículo 42.2.g), al regular las pretensiones de las partes, dispone que éstas pueden solicitar que se condene a la Administración a realizar cualquier conducta administrativa específica impuesta por el ordenamiento jurídico. De ahí que no se trate de cualquier tipo de obligación, sino respecto de aquellas obligaciones denominadas como “jurídicamente perfeccionadas”, es decir, aquellas previstas en el ordenamiento jurídico y que no requieran de actos de concreción ulterior para su exigibilidad, lo cual hace suponer, en los términos del artículo 10.1.a), la afectación de un determinado y concreto interés legítimo o derecho subjetivo.

En este punto nuestra Ley parece apartarse de la Ley de lo Contencioso Administrativa española (art.29), para incluir, también, conforme al concepto ideológico querido, las obligaciones de “no hacer” y con las que concomitantemente se crea una situación jurídica a favor de su titular. En efecto, en tanto la norma española refiere a “obligaciones de realizar una prestación concreta” (obligación positiva), nuestra ley, en cambio, de forma persistente, alude a la idea de “garantizar o restablecer la legalidad de cualquier conducta de la Administración Pública” y el concreto ejercicio de la potestad administrativa (Arts.1 y 36.b), dentro de las cuales obviamente podríamos encontrar algunos supuestos de “obligaciones de no hacer” que podrían generar un correlativo derecho a favor del titular afectado.

Por ejemplo, la existencia de una obligación “legal” de no gravar impositivamente una determinada actividad comercial o mercantil durante un determinado espacio de tiempo, pese a lo cual un órgano o ente la lleva a cabo desconociendo la situación jurídica creada. En este caso la pretensión esgrimida en el proceso derivará de la ley que impuso el compromiso de no gravar (obligación de no hacer). Asimismo podríamos pensar en el caso de un sujeto vinculado a una específica relación de sujeción especial (concepto que en la práctica ha servido de pretexto para propiciar algunas inmunidades), respecto de la cual la Administración concluye –a título de sanción administrativa-  la extinción del vínculo, no obstante la limitación legal de no poder disponer la negación o supresión de los derechos que por ella nacen, sino tan sólo la suspensión temporal de los derechos y bienes creados por la Administración (Art.14.2 de la Ley General de la Administración Pública).

Otro aspecto que reviste particular importancia y que garantiza la igualdad de las partes en cuanto al derecho de acceso a la justicia previsto en el artículo 41 de nuestra Constitución Política (Con clara pretensión de generalidad, pues dice la norma que “ocurriendo a las leyes, todos han de encontrar reparación…” ), refiere a las posibilidades de la Administración Pública para exigir un específico comportamiento de un sujeto particular que –por omisión- incumpla una concreta obligación impuesta ya sea por el ordenamiento jurídico o derivada de una relación contractual o convencional, supuestos en los que el ente u órgano público puede exigir judicialmente al particular su cumplimiento. Así expresamente se recoge en los artículos 2 inciso e) y 36 inciso f) del CPCA. La primera de dichas normas señala que corresponde a la Jurisdicción Contenciosa conocer de las conductas o relaciones regidas por el Derecho público, aunque provengan de personas privadas o sean estas sus partes; y la segunda, que funciona a manera de “cláusula residual”, al regular la conducta administrativa objeto del proceso, determina que la misma será admisible respecto de cualquier otra conducta sujeta al Derecho administrativo. De esta forma se ha reconocido en el Código legitimación a las Administraciones Públicas para la defensa de derechos fundamentales propios y con ello, el acceso pleno a los recursos legales en él dispuestos, como sucede en lo referente a la tutela cautelar.

Sobre el particular, se comentó durante la discusión del proyecto: “No olvidemos que es contencioso administrativo y civil de Hacienda.   El civil de Hacienda está referido a aquellos aspectos en donde haya que discutir actuaciones del privado, privadas son precisamente, procesos de orden civil con la Administración, no sólo  en lo patrimonial, no sólo en lo dinerario, no sólo en lo inmobiliario, sino en actuaciones propias de ese particular.   Ejemplos podría dar muchos, desde la autorización o suspensión inmediata de una conducta renuente a un particular, para dar acceso a un ente público a su inmueble, a fin de hacer reparaciones importantes o de paralizar algunas actuaciones dañosas para la propia Administración.”

En tales supuestos y pudiendo dichos comportamiento ser objeto del proceso, también estarán bajo la cobertura que en materia de medidas cautelares, dispone el artículo 19 del CPCA, cuyo inciso primero dispone: “Durante el transcurso del proceso o en la fase de ejecución, el tribunal o el juez respectivo podrá ordenar, a instancia de parte, las medidas cautelares adecuadas y necesarias para proteger y garantizar, provisionalmente, el objeto del proceso y la efectividad de la sentencia”.

De igual forma se ha querido propiciar un fortalecimiento de la jurisdicción contenciosa con el fin de alivianar a la Justicia Constitucional, la que obviamente padece de una sobrecarga de trabajo, pero potenciando, como veremos, los poderes del primero, transformándolo en un juez pro activo. Incluso, podríamos afirmar que la reforma conduce a un activismo judicial substancial, en el sentido de que el poder del Juez llega hasta donde sea necesario para garantizar el equilibrio en el ejercicio de las funciones administrativas. Se precisó al respecto durante las discusiones en subcomisión: “De esas múltiples ideas, que hay para la transformación de la Sala Constitucional han olvidado esta y es que no me cansaré de decir, que en la medida en que la jurisdicción contencioso administrativa funcione y funcione adecuadamente con agilidad, con dinamismo, pues, entonces, podrá absorber válidamente y con la capacidad adecuada, todo ese gran ámbito de la legalidad y de estricta legalidad, que hasta la fecha absorbe la Sala Constitucional. De más está decir o señalar la gran cantidad de asuntos de legalidad que la Sala Constitucional absorbe.   Olvidando que la jurisdicción contenciosa plena y una jurisdicción contenciosa tan eficaz, como la que planeamos y como la que se propone, este, sin duda alguna, vendría a menguar y en mucho, el excesivo trabajo de la Sala”.

Asimismo se retoma el tema de la aplicación directa o inmediata de la Constitución por parte de la Jurisdicción Ordinaria, no para desaplicar normas de rango legal (lo que nuestra Sala Constitucional parece haber habilitado en aquellos casos en que existan precedentes o jurisprudencia en los que encaje la nueva norma objeto de enjuiciamiento), sino para potenciar su aplicación en forma directa, en particular mediante el método de interpretación conforme a la Constitución (bloque de constitucionalidad).  Así se consigna en las acta de subcomisión: “Este es un nuevo edificio, esta es una nueva concepción, en donde yo creo que permitiríamos al juez, aplicar, al juez ordinario, recordarle una cosa: que no es juez constitucional, pero que sí es juez de aplicación del derecho de la Constitución. Una cosa que también suele olvidarse y es que todo operador de Derecho, por serlo, es también, operador del derecho de la Constitución.”.

De esta forma se enlaza lo pretendido, con lo enunciado por la Sala Constitucional en una sentencia de hace varios años, en la que dejó expresado: “En cambio, los tribunales contencioso administrativos sí pueden-deben conocer de la violación de derechos fundamentales, que lo es, por definición, del Derecho de la Constitución, en la medida en que este implica un elemento de legalidad, y del más alto rango por cierto, vinculante por sí mismo para todas las autoridades y personas, públicas y privadas, inclusive, con mayor razón, para los tribunales de justicia, de todo orden y de toda materia (…) como sigue : a) El Derecho de la Constitución les vincula directamente, y así deben aplicarlo en los casos sometidos a su conocimiento, sin necesidad de leyes u otras normas o actos que lo desarrollen o hagan aplicable, lo mismo que deben interpretar y aplicar todo el resto del ordenamiento en estricta conformidad con sus normas y principios; b) Sin embargo, al hacerlo no pueden desaplicar, por su propia autoridad, leyes u otras normas que consideren inconstitucionales, en cuyo caso deberán formular ante la Sala la correspondiente consulta judicial de constitucionalidad, en la forma prevista por los artículos 102 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional y 8° inciso 1°, párrafo 2° de la Ley Orgánica del Poder Judicial; c) Lo anterior, salvo que existan precedentes o jurisprudencia de esta Sala Constitucional, los cuales sí deberían acatar, incluso cuando para hacerlo deban desaplicar leyes u otras normas que resulten incompatibles con ellos (ver sentencia "1185-95 de las 14:33 horas del 22 de marzo de 1995, precisamente sobre la constitucionalidad del citado artículo 8 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Está claro que el Juez del orden común ostenta esa facultad, siempre y cuando los "precedentes" y la "jurisprudencia" constitucionales permitan el encuadramiento del nuevo caso sub judice, pues tal es el propósito de la norma contenida en el artículo 8.1, párrafo final, de la Ley Orgánica del Poder Judicial.”

Así configurado, el “redescubrimiento” del sistema conduce a una expansión del método de interpretación conforme a la Constitución por parte del Juez Contencioso; o incluso al ensayo por parte de éste de “sentencias manipulativas”, no vedadas por el ordenamiento al no suponer inaplicación de la norma, aunque en principio autorizadas en la sentencia antes transcrita y para los casos en que existan precedentes o jurisprudencia. Dentro de un contexto que guarda algunas similitudes con el nuestro, advierte MUÑOZ MACHADO, que “(s)iendo inevitable reconocer a los jueces ordinarios la función de interpretar las leyes conforme a la Constitución, dicha tarea tiene que entenderse en los términos más amplios. Habitualmente la manera de aplicar la interpretación  comprenderá no sólo lo que estrictamente debe entenderse por tal, sino que muchas veces bordeará los márgenes de la manipulación, o incluso los sobrepasará. Es inevitable que eso ocurra considerando la enorme presión que se plantea al juez ordinario cuando surgen dudas acerca de la compatibilidad con la Constitución de una ley que tenga que aplicar a un caso concreto. Será conciente, por una parte, de que el Tribunal Constitucional está más que sobrecargado de trabajo de modo que el planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad alargará la resolución final del asunto más allá de lo que toleran la justicia y la razón. Por otro lado, existe una tendencia general (…) a remitir a la justicia ordinaria la resolución del mayor número de asuntos que sea posible. En esa tesitura, es lógico que el juez ordinario establezca interpretaciones de la ley conforme a la Constitución que permitan aplicarla al caso”.



III. Universalidad y control pleno

Como hemos dejado expuesto, la pretensión de universidad quedó plasmada en el artículo 1 del CPCA, como certeramente lo dejó expresado el  Prof. GONZÁLEZ CAMACHO ante la Subcomisión de la Asamblea Legislativa: “El proyecto cuando abandono de esta objetividad, quiere deslizarse a un mecanismo preeminentemente subjetivo.  Y esta concepción ideológica de subjetivos tiene una importancia más grande de lo que parece, porque es la que va a permear todo el modelo de justicia administrativa propuesta.   Un modelo de justicia subjetivo que va a girar alrededor ya no del acto, sino de la protección de los derechos e intereses de la persona.   Allí donde haya  lesión de derecho o interés de la persona, allí debe haber fiscalización jurisdiccional, control jurisdiccional y esto es más importante de lo que parece.   Hay que tener cuidado, sin embargo, porque no se trata de una moda, por la moda misma de un subjetivismo. Creo que hay que conservar algunos rasgos de objetividad importantes que nos explicarían el proceso de lesivisidad  y demás.   De manera que yo preferiría hablar de un criterio preeminentemente subjetivo, para no hacer abandono de algunos rasgos objetivos que son (de) tanta valía en nuestro medio.  No, en un sistema estrictamente subjetivo, no podríamos encontrar explicación a aquellos procesos que no tienen una incidencia directa en una persona privada, particular.”

De esta forma, en el concepto “conducta” quedan comprendidos: el acto administrativo, la inactividad de la administración, las disposiciones generales, la vía de hecho, y desde luego, las actividades prestacionales, en cuanto sujetas al Derecho Administrativo. En este último aspecto, es lo que se denominó durante su discusión como el “bloque de legalidad en su vertiente positiva”, mediante las cuales la Administración carga con el deber de llevar cabo una actividad servicial que está en la obligación de ejecutar (inactividad prestacional). El modelo es tomado particularmente del sistema alemán, el cual es recepcionado posteriormente por el sistema español, aunque con perfiles propios, como lo advierte SANCHEZ MORÓN. En cuanto al fundamento de ésta nueva vía, apunta GONZÁLEZ-VARAS IBAÑEZ que (l)a Administración prestacional se explica por la evolución histórica hacia el Estado social y por las necesidades actuales del ciudadano de recibir prestaciones de la Administración, idea ésta última que está en directa conexión con la posición activa y exigente del ciudadano frente al poder público (…); este planteamiento tiene una correspondencia o derivación procesal en el sistema de garantías jurisdiccionales públicas, al resultar que el particular no es sólo un receptor de actos administrativos de la Administración Pública, primer paso para fundamentar una acción prestacional.

Asimismo, al aludirse a conductas administrativas o función administrativa, deben entenderse  comprendidas tanto aquellas que sean expresión de la voluntad administrativa, como las de simple conocimiento y cualesquiera otras sometidas al Derecho Administrativo, superándose de ésta forma la mera función revisora del acto administrativo, para dar paso a un decidido control pleno. Como se afirmara durante la discusión del proyecto, “(…) en tanto haya función como lo establece nuestra Constitución en el 49, artículo esencial para el desarrollo de nuestra materia, pues, vamos a encontrar entonces un adecuado fundamento en esto.”


Una muestra de lo que hemos venido comentando, lo constituye el artículo 42 del CPCA, al enumerar las diferentes modalidades de pretensión que puede solicitarle al juez el demandante:

“1)    El demandante podrá formular cuantas pretensiones sean necesarias, conforme al objeto del proceso.
2)      Entre otras pretensiones, podrá solicitar:
a)    La declaración de disconformidad de la conducta administrativa con el ordenamiento jurídico y de todos los actos o las actuaciones conexas.
b)    La anulación total o parcial de la conducta administrativa.
c)     La modificación o, en su caso, la adaptación de la conducta administrativa.
d)    El reconocimiento, el restablecimiento o la declaración de alguna situación jurídica, así como la adopción de cuantas medidas resulten necesarias y apropiadas para ello.
e)    La declaración de la existencia, la inexistencia o el contenido de una relación sujeta al ordenamiento jurídico-administrativo.
f)     La fijación de los límites y las reglas impuestos por el ordenamiento jurídico y los hechos, para el ejercicio de la potestad administrativa.
g)    Que se condene a la Administración a realizar cualquier conducta administrativa específica impuesta por el ordenamiento jurídico.
h)    La declaración de disconformidad con el ordenamiento jurídico de una actuación material, constitutiva de una vía de hecho, su cesación, así como la adopción, en su caso, de las demás medidas previstas en el inciso d) de este artículo.
i)     Que se ordene, a la Administración Pública, abstenerse de adoptar y ejecutar cualquier conducta que pueda lesionar el interés público o las situaciones jurídicas actuales o potenciales de la persona.
j)     La condena al pago de daños y perjuicios.”

Debe ponerse especial acento a las frases “cuantas pretensiones sean necesarias” y “entre otras pretensiones”, lo que pone en evidencia que no se trata de una lista taxativa o limitativa (numeros clausus), sino que -por el contrario- propicia novedosos ejercicios según la casuística de cada situación jurídica reclamada, de tal forma que se alcance el fin propuesta en la Ley: el restablecimiento o reparación plena de la situación o derecho subjetivo vulnerado.

Sin duda, el CPCA adecua perspicazmente diversas figuras jurídicas ya tratadas en otros entornos, de ahí que se haya afirmado durante su discusión, que es “(u)n proyecto que importa mucho señalar no es un proyecto de copia, no es una legislación importada a ciegas, no es una normativa a la española, ni a la alemana, ni a la italiana.   Creemos que este es un producto nuestro hecho a la medida y a las necesidades propias de nuestro país. La importación a ciegas no nos parece un mecanismo viable y creemos que tenemos la suficiente trayectoria, la suficiente experiencia y perdóneme la inmodestia, la suficiente estatura jurídica  a este estado de nuestro historia, como para presentar un proyecto ya en acogimiento de muchos de los criterios jurisdiccionales (…) y académicos en este sentido.”

Otro tema que abandona el nuevo Código, es la clásica posición de que el Juez no puede sustituir la voluntad de la Administración. Antes, se le posibilita para incursionar en cualquier conducta o actuación administrativa, permitiéndole adecuarla, modificarla o incluso ordenar una nueva. Así se recoge en las actas de subcomisión: “… aquí partimos de esto destruyendo aquel viejo aforismo  o aquella vieja creencia francesa, de que juzgar es coadministrar, aquella vieja creencia desde 1791 que impidió al juez el control de la administración, que se justifica en aquel momento histórico por desconfianza a las jueces.   Pero, que hoy por hoy, juega otro rol totalmente distinto”.

Al respecto y en coherencia con lo expresado, dispone –en lo que interesa- el artículo 122 del Código que cuando a la sentencia que declare procedente la pretensión, ya sea total o parcialmente, deberá: (…) c) Modificar o adaptar, según corresponda, la conducta administrativa a las reglas establecidas por el ordenamiento jurídico, de acuerdo con los hechos probados en el proceso; f) Fijar los límites y las reglas impuestos por el ordenamiento jurídico y los hechos, para el ejercicio de la potestad administrativa, sin perjuicio del margen de discrecionalidad que conserve la Administración Pública; g) Condenar a la Administración a realizar cualquier conducta administrativa específica impuesta por el ordenamiento jurídico.”

De esta forma, el sistema recoge las más modernas posiciones que viene marcando la doctrina, tomando partido sobre la idea de que “(n)o hay frente a la Ley y el Derecho sujetos ni órganos privilegiados, exentos de su imperio y, por consiguiente, del imperio del juez, incluyendo, por supuesto, a quienes se benefician de un mandato popular. En último extremo, la legitimación del Estado y del Derecho se consolida definitivamente cuando este Derecho es capaz de imponerse, a través del Juez, naturalmente (¿de quién, si no?), sobre todos los hombres”.

Entendemos que la habilitación está concedida al Juez para garantizar el cumplimiento de la legalidad, o lo que es lo mismo, someter la función administrativa a términos estrictamente jurídicos, sin que pueda entenderse que aquellos mandatos imprecisos o vagamente materializados en una norma (el artículo 122 inciso g) alude a cualquier conducta administrativa específica impuesta por el ordenamiento jurídico), puedan transformarse –por el mero voluntarismo del operador jurídico- en obligaciones legales. Pero tampoco puede ignorarse, dado que es cosa distinta, que “la determinación o identificación de los beneficiarios de la obligación administrativa no constituye una condición de concreción o definición de su contenido, toda vez que concretas obligaciones de hacer, más aún en un Estado social, pueden establecerse en interés general de la colectividad, sin que puedan referirse a una persona o personas determinadas”. Y aquí debemos poner de manifiesto una concreta obligación de hacer que en el nuevo Código adquiere una indudable potenciación: “Artículo 114.1. El servidor público será un servidor de los administrados, en general, y en particular de cada individuo o administrado que con él se relacione en virtud de la función que desempeña; cada administrado deberá ser considerado en el caso individual como representante de la colectividad de que el funcionario depende y por cuyos intereses debe velar”. En otros términos, se plantea la idea de potenciales lesiones a los derechos del individuo derivados de una concreta “relación especial de deber”, como la que deriva de la norma citada.


IV. Tutela cautelar

Como habíamos adelantado, el principio de tutela judicial efectiva viene a impactar también el régimen de la protección cautelar, dejándose atrás el vetusto incidente de suspensión “contra el acto” dispuesto en el artículo 91 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso Administrativa, como única vía concedida al Juez para protección de los derechos e intereses legítimos del administrado. Debemos insistir en el tema de que al superarse el tradicional contencioso “sobre el acto”, para en su lugar considerar impugnable cualquier “conducta administrativa”, el régimen de medidas cautelares se ha visto también ampliado y fortalecido, pues además de la tradicional solicitud suspensiva, se acuñan también otras de carácter positivo, según sea la conducta objeto del proceso. Como se afirma en las actas de subcomisión: “Implica el proyecto una ampliación también de las medidas cautelares y esto es obvio, por razón obvia.   Si ya el objeto del control no va a ser sólo el acto la insatisfacción de la suspensión queda a la vista, la suspensión de los efectos por importante que ha sido en nuestro medio jurisdiccional históricamente también resulta insuficiente.  Su insuficiencia queda patente cuando nos enfrentamos a actuaciones denegatorias o frente a omisiones, frente a las omisiones o a la conducta denegatoria de la administración la suspensión de los efectos no nos sirve para absolutamente nada, no nos sirve para absolutamente nada, porque ¿en qué posición quedo suspendiendo un acto denegatorio?  En ninguna, si estaba en cero quedó en cero.”

Por lo que se refiere al recurso contra el acto administrativo, las medidas cautelares pueden tener distinto contenido: suspensivo en unos casos, positivo en otros, lo cual dependerá de que el acto impugnado sea un acto de gravamen o un acto denegatorio. En todo caso, se armoniza un sistema de equilibrio entre las prerrogativas administrativas y las garantías del ciudadano, dándose paso a una modulación entre los tradicionales privilegios de ejecutividad y ejecutoridad, para destronar de una vez y por raso el simplista argumento de preeminencia del interés público por sobre el interés privado, que también es digno de tutela.

El nuevo CPCA habilita al Juez para ordenar, durante el transcurso del proceso o en la fase de ejecución, las medidas cautelares “adecuadas y necesarias” para proteger y garantizar, provisionalmente, el objeto del proceso y la efectividad de la sentencia (art. 19.1); las cuales incluso puede ser adoptadas antes de iniciado el mismo (art.19.2). De ésta forma y en cuanto a dichas medidas se refiere, el sistema se ha configurado sobre la base del “numerus apertus”, lo que habilita al interesado a solicitar cualquier medida, sea nominada o innominada, pero apropiada a la situación jurídica que se reclama. Dichas medidas serán procedentes cuando de la ejecución o permanencia de la conducta administrativa sometida a proceso, se produzcan daños o perjuicios, actuales o potenciales, de la situación aducida y siempre que la pretensión no sea temeraria o, en forma palmaria, carente de seriedad (art. 21).

Cabe destacar igualmente que una vez requerida la medida cautelar por parte del accionante, el tribunal o el juez respectivo, de oficio o a gestión de parte, podrá adoptar y ordenar medidas provisionalísimas de manera inmediata y prima facie, a fin de garantizar la efectividad de la que se adopte finalmente.  Tales medidas deberán guardar el vínculo necesario con el objeto del proceso y la medida cautelar requerida (art. 23).

En ese sentido, el CPCA eleva a nivel normativo los lineamientos que ya había venido perfilando la jurisdicción contencioso administrativa: el “fumus boni iuris” o apariencia (no certeza) de buen derecho y el “periculum in mora” o peligro en la mora, cuya finalidad es la garantía de la tutela judicial efectiva mediante la aplicación de medidas cautelares oportunas y efectivas que salvaguarden el derecho subjetivo que se estima vulnerado. De manera ejemplificativa, baste citar la siguiente sentencia de la Sección Primera del Tribunal Superior Contencioso Administrativo: “En punto al fumus boni iuris, denominado, también, apariencia  o humo de buen derecho, es preciso acotar que se traduce en un juicio hipotético de probabilidad o verosimilitud acerca de la existencia de la situación jurídica sustancial y éxito en la pretensión principal de la sentencia definitiva y se manifiesta en la seriedad, fundamento y consistencia de las pretensiones invocadas por el actor” (Sentencia Nº 402-95 de las 15:00 horas del 29 de noviembre de 1995). Respecto del segundo elemento, vale indicar que “el periculum in mora es el peligro que amenaza a la situación jurídica, en virtud de la lentitud de la tutela ordinaria. Debe ser, tal como lo indica el auto transcrito, un temor objetivamente fundado, que corresponda a una situación de peligro actual, real y objetiva, determinada por las condiciones en las que se encuentra el administrado” 

Desaparece, afortunadamente, la referencia o calificación a que dichos daños y perjuicios fuesen de difícil o imposible reparación, concepto que más habría servido como pretexto denegatorio de la petición y medio para rehusar el análisis del fumus boni iuris, principio al que no se ha duda en reconocerle una “eficacia rompedora de toda irrazonable supervaloración de los privilegios administrativos, como el de presunción de validez de los actos administrativos”. Recientemente RODRIGUEZ ARANA, lo ponía de manifiesto en los siguientes términos: “El dogma de la ejecutividad del acto administrativo, uno de los principales pilares de la construcción continental europea del Derecho Administrativo, sin dejar de existir, está siendo reinterpretado a la luz de los principios y criterios jurisprudenciales; en especial, a raíz de la tutela judicial efectiva que, en España, como en otros países, ha traído consigo la doctrina de la justicia cautelar. Es más, la jurisprudencia a terminado por definir una nueva dimensión de la tutela judicial efectiva: la tutela judicial cautelar. Es tanta la trascendencia que tiene la justicia cautelar cuando la lentitud es la característica esencial de la Administración de Justicia, que en estos procedimientos se ha concentrado, aunque sea una justicia provisional, una de las principales expectativas para la obtención de resoluciones judiciales en tiempo razonable. No en vano hace años, CARNELLUTI sentenció que la justicia cautelar se está convirtiendo en la única justicia”.

 A tales efectos, la autoridad judicial debe considerar, especialmente, el principio de proporcionalidad, ponderando la eventual lesión al interés público, los daños y perjuicios provocados con la medida a terceros, así como los caracteres de instrumentalidad y provisionalidad, de modo que no se afecte la gestión sustantiva de la entidad, ni en forma grave la situación jurídica de terceros (art. 22).


V. A manera de conclusión:

La expectativa que la entrada en vigencia del CPCA ha generado, queda fuera de toda duda. Abogados ya hilvanan potenciales acciones al amparo de la nueva normativa y ciudadanos sedientos de justicia están a la espera de que los primeros preparen y afinen su arsenal.

Advertimos por lo pronto la necesidad de recursos humanos y económicos hacia esos nuevos jueces comprometidos en garantizar aquel ambicioso principio que se les ha confiado potenciar: el control universal de la Administración Pública, y sin los cuales esta nueva justicia administrativa podría fracasar. No vaya a ser que éstos últimos sean los sacrificados durante el proceso de experimentación; en especial cuando el juez instructor ejercite sus determinantes apoderamientos en contra del poder político, momento en que son previsibles situaciones de fricción y en donde el funcionario podría experimentar cierto grado de orfandad.

Pero además, se impone la necesidad de jueces adecuadamente preparados y formados bajo ese novedoso concepto jurídico ideológico que supone el Código y que no podemos dejar de aplaudir. Sin duda, esta propuesta requiere de una serie de elementos que adecuadamente articulados, alcanzarán el fin querido, el fortalecimiento del principio de tutela judicial efectiva (por contraposición al de justicia pronta y cumplida que pregona nuestra Carta Magna). No vaya a ser, como afirmaba GONZALEZ PEREZ al hablar de las normas procesales, “… que la experiencia demuestra que una magistratura capacitada puede administrar una justicia impecable con un instrumento procedimental deficiente, y, viceversa, que el mejor procedimiento sobre el papel no impedirá los mayores abusos si los funcionarios judiciales a quienes su manejo se encomiende son ineptos. La afirmación es válida de las normas procesales y de cualquier otra. Pues mucho más importante que las normas, son los hombres que han de aplicarlas”.  



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